Las olas y el viento

 



Nunca había ido a Valizas en Carnaval, menos en marzo. Tampoco durante una ola de calor: una semana en los 30º largos. Para la playa, estas condiciones eran las óptimas; lástima que había poca gente. Dicen los lugareños que mermaron los visitantes desde la segunda quincena de enero.

Siempre escuché que el tercer mes del año era el mejor para visitar el pequeño pueblo entre el agua y las dunas. Siempre pensé que esto lo decían los que no podían ir, por diversas causas, en el primer mes del año. Lo cierto es que ahora lo afirmo. Nunca estuvo tan espectacular el agua, sobre todo en el tema temperatura: no te corta la respiración al entrar.

Además del mar acogedor, el Sol no te achicharra tanto, hay poca gente en la playa, nadie que se queje por la pelota, nadie con parlantes. Lo que nunca para es el viento. Viento que viene del mar, desde el este. Este es el único problema que marzo no resuelve.

Una tarde que esperábamos, apretujados bajo la sombrilla, a que bajara un poco el astro rey, vimos algo muy curioso. La falta de clientes permitió que un par de lugareños -el que tiene el puesto de caipirinhas, justo antes que empiece la arena,  y su vecino, el del puesto de ceviche- bajaran a la playa. Venían con un par de sillas, un termo y mate, una bolsa con bizcochos, un perro, un palo y, lo que nos llamó la atención, una vara de unos tres metros con una sábana arrollada en la mitad.

Caminaron hasta el agua e instalaron las vaqueteadas sillas en la zona donde se van desvaneciendo las olas. Clavaron la vara en la arena dura, la arquearon y clavaron la otra punta. Desplegaron la sábana. Ésta se sujetaba a la vara con varios broches para la ropa. El viento hizo flamear la sábana, que quedó vertical en el aire. Los ingeniosos valiceros se sentaron bajo esta sombra, dejando a una playa a sus espaldas admirando el artilugio. Otros, como el vecino que estuvo armando una pérgola por un buen rato, creo que se sintieron un poco humillados ante la sencillez de la solución asombrosa. 

La admiración y la humillación, empezaron a declinar luego de una seguidilla de sucesos. 

Primero a uno de ellos se le salió el celular del bolsillo de la bermuda y cayó en la arena. La parsimonia con que estiró el brazo para recogerlo posibilitó que una ola, más intensa que sus antecesoras, cubriera el aparato. Lejos, de desesperarse por esto, su dueño lo rescató cuando el agua se retiró. La flema inglesa con que se paró, caminó hacia la arena seca y depositó el aparato dentro del sombrero de paja, hizo que recuperara cierta dignidad. 

No fue así la reacción desesperada del otro a lo que pasó con la siguiente ola: el termo y el mate que habían quedado sobre la silla tambalearon El mate, más inestable, se cayó.  

Aún así, se cebó un mate recuperado del mar. Fue el primero y el último. La actividad pasó ahora al perro y al palo: lo aventaban -al palo- hacía las olas y el can nadaba atravesando las crestas para ir a recuperarlo. Lo notable es que en todas las intentonas -que duraron hasta que se dio el siguiente infortunio- no le acertaron a ningún bañista.

Las olas, que ya habían mostrado su intención de envalentonarse, comenzaron a degradar la estabilidad del arco de sombra. Entonces, mientras uno sacaba una silla, el termo, el mate y la bolsa con los bizcochos, el otro desmontaba la estructura. Entre ambos volvieron a armar el ingenioso toldo ya en la arena seca.

En eso, una gran ola, al regresar al océano, se llevó la silla que aún no habían trasladado. Por varios minutos estuvieron buscando la silla sumergida. En ese lapso, el perro que había estado jadeando de tanto surfear, se acercó sigilosamente a la otra silla y se robó la bolsa de bizcochos.






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