No hay tres sin cuatro
Las tres amigas argumentaban acerca de cuál era la menos loca de las cuatro. Andrea no participaba de la discusión ya que las había dejado en la puerta de Salidas del aeropuerto de San Pablo y había seguido de largo sin esperar el check-in de las viajeras. Al fin y al cabo era la segunda vez que las llevaba. El vuelo original de retorno a Montevideo se había cancelado días antes debido a las cenizas de la erupción del volcán en Chile. Si bien se había alegrado con la postergación que les permitía unos días más de disfrute de sus amigas, repetir el traslado hasta el aeropuerto era algo penoso y ya se quería volver para su casa.
La actitud tan racional y lógica de la anfitriona había llevado a que la consideraran ganadora del ranking de no-locura. Pero luego se acordaron de su segundo casamiento y perdió el podio.
Antes de Brasil Andrea y Alberto habían vivido en Nicaragua. Ambos divorciados habían decidido casarse en segundas nupcias. Arreglaron la fiesta de casamiento desde allá y viajaron a Montevideo unos días antes del evento. Una fiesta por todo lo alto. No había ceremonia religiosa así que el momento del casamiento civil al inicio de la fiesta era todo una solemnidad. Un pomposo Juez inició el ritual. Impactaba con sus declamaciones y con el porte tan erguido, el distintivo que cruzaba su pecho parecía la banda presidencial. Captó la atención de los cientos de invitados que escuchaban en un respetuoso silencio la oratoria no exenta de cálidos mensajes para los novios. Entonces, ante el aviso de rutina que desafía a que alguien se oponga a la unión, ocurrió lo inesperado.
En el fondo del gran salón se paró una mujer y comenzó a caminar hacia los contrayentes que, notando que algo sucedía por el murmullo que fue creciendo y el taconeo del intrigante paso firme, se dieron vuelta incrédulos. La misteriosa dama se acercó al juez y susurró algo a su oído. El oficiante se puso bordó.
— ¡No puedo casar a esta pareja! —anunció a viva voz y señalándolos con el dedo.
— ¡Porque ya están casados! —agregó con reproche.
— ¡Sí! —gritó una voz masculina que muchos de los invitados reconocieron como un abogado de la familia del novio.
— ¡Pero están legalmente divorciados!
En definitiva era verdad: se habían casado en secreto días antes. Ya habían organizado todo el festejo y le habían pedio a la jueza que los casara en el salón de fiestas, pero, ¡oh sorpresa!, este quedaba fuera de su jurisdicción. Entonces pergeñaron un simulacro de casamiento con un actor que lo llevara adelante y una amiga —«La Peti», le decían— que hiciera la pantomima. ¡Muy loco!
Ya Claudia también se liberó del premio, que por algún motivo nadie quería ganar. Ella era La Peti y blandió su actuación en aquel casamiento, así como en otras verdaderas obras de teatro, para librarse de la primera posición.
A Silvia le bastó su poder de persuasión, consistente en bajarse un poco las gafas y mirarlas por encima de estas, para que ya no la consideraran ganadora. Ya tenía ella sus andanzas para argumentar.
Entonces Silvia y Claudia —cuyos juiciosos maridos se estaban poniendo de acuerdo en ese momento para ir, esta vez, en un solo auto a buscarlas al aeropuerto— declararon ganadora a María Inés.
— No es lo mismo ser la más cuerda que la menos loca —acotó la triunfadora auto justificando el nombramiento.
María Inés se puso algo melancólica y casi con amargura reconoció que le hubiese gustado haber hecho más locuras. Y para sorpresa de sus amigas menos cuerdas relató una historia inédita de cuando era una niña.
Su familia vivía en el campo y ella solía salir a cabalgar con su padre. Era una actividad que siempre empezaba con gran alegría y entusiasmo de ambos, hasta que su padre arruinaba el momento: se ponía a cantar Palomita Blanca y repetía la estrofa mil veces: «Palomita blanca que pasas volando...». Contrariar a su padre era una locura y por no hacerlo no pudo disfrutar nunca de aquella aventura a plenitud.
Al tópico de la locura habían derivado luego de observar a las mujeres brasileñas que hacían la cola para embarcar. Ya se habían parado y colocado allí antes de que hicieran el llamado pertinente desde el mostrador contiguo a la puerta de embarque. Si bien envidiaban como se veían esas piernas torneadas, les parecía una locura que viajaran con aquellos tacos tan altos. Ellas eran mucho mas sensatas al viajar de zapatillas deportivas, de championes.
Saldada la discusión, se percataron que ya la cola no estaba más, ni tampoco el personal en el mostrador. Solo permanecía un cartel que tenía su número de vuelo, una hora de hacía 15 minutos atrás y una palabra en portugués.
¿Qué quería decir «decolagem» ?
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