La virgulilla
– ¡Qué buena milanesa en dos panes me comí anoche! ¡Y era enorme! –exclamé al entrar en la cocina, al ver a Roberto desayunando solo un café con leche.
Nosotros compartíamos un apartamento que nos prestaba la tía de Roberto, para que pudiéramos estudiar en Montevideo. Durante dos años fue así, hasta que un día ella me mandó a decir que tenía que buscar otro lugar, usando excusas amables pero falsas. Yo sabía la verdadera razón: un par de semanas antes, cuando vino a visitarnos de sorpresa, me demoré unos cinco minutos en abrirle la puerta, y luego le presenté a mi novia.
– ¿Dónde? –preguntó Roberto, claramente más interesado en la cantidad que en la calidad. En esa época, nuestro escueto presupuesto nos llevaba a que así sean nuestras prioridades.
Le conté y se empezó a reír.
– ¡Bruto, no se dice así! –dijo con sorna.
– ¿Y cómo se dice, si tiene una eñe? ¡El ignorante sos vos! –respondí, un poco indignado.
Y así comenzó una discusión que, aunque aparentemente trivial, en ese momento se sentía como una batalla épica. Nuestra convivencia era en general armoniosa, pero esos pequeños desacuerdos se volvían tensos, y al final siempre explotaban por cualquier pavada. Luego volvíamos a la calma, como un ciclo interminable.
– Te apuesto otra milanesa de esas a que no lleva eñe –sentenció Roberto, con esa mezcla de desafío y sarcasmo que me sacaba de quicio.
Estaba seguro de que tenía razón, así que acepté. Pensé que el asunto terminaría ahí, que lo resolveríamos en algún momento cuando pasara un ómnibus frente al local y pudiéramos ver el cartel. Pero Roberto no se iba a quedar tranquilo; él se había empecinado en ganar, sabiendo que, si no verificábamos, el asunto perdería valor.
De Carlos Gardel a 18 son seis cuadras y otras doce hasta la plaza. Unas veinte cuadras, no eran tantas, salvo por un detalle: Roberto se había desgarrado en un partido de fútbol que jugamos con unos desconocidos en la rambla. Apenas podía apoyar la pierna.
Intenté disuadirlo, pero eso solo reforzó su determinación. A media mañana comenzamos nuestra pequeña travesía.
Subir hacia 18 de Julio es cuesta arriba, y esas cuadras debieron haber sido un suplicio para él. Yo me divertía, con el triunfo al alcance de la mano, mientras él luchaba contra el dolor.
De pronto a cada paso que daba arrastrando esa pierna me hacía sentir peor. Empecé a arrepentirme, deseando no haber aceptado el desafío. ¡Todo ese sufrimiento por un chirimbolito!
Cuando llegamos a la calle Minas, el letrero del restaurante era inconfundible, y la letra que discutíamos, esa eñe, brillaba con fuerza en su diseño:
«La Papoñita»
Roberto se quedó paralizado de rabia y frustración, y yo me sentí avergonzado por haberme aprovechado de su empeño. Un vendedor de helados, como si el destino lo hubiera enviado para salvarnos, pasó por la esquina.
– Todavía falta para el mediodía, ¿te cambio la milanesa por un sánguche helado?
El cambio fue perfecto. Durante el regreso, caminamos en silencio, saboreando los helados como una forma silenciosa de reconciliarnos.
*
Ya nunca podremos recrear esa caminata. Roberto ahora vive en algún lugar de la Argentina profunda y, según me contó su hermano, sufre de Parkinson. Y La Papoñita… cerró definitivamente el domingo pasado, después de haber resistido el paso de las décadas y los cambios de la ciudad.
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