Humo blanco
Me había subido al avión en New York. Iba con mi compadre a promocionar nuestra última película en Europa. Ya sabes, tengo que ir en primera, sino todos tienen que ver conmigo y se hace insoportable el trato con todo el pasaje. Y no es que me pueda poner unos lentes de sol y una gorra de beisbol para pasar desapercibido. Con mi estatura y con mi físico, todos me reconocen. En ocasiones es penoso ser famoso.
Llegó temprano la hora de la cena y aquello era un banquete. Los actores llevamos en el inconsciente los tiempos donde no teníamos nada asegurado, y comí como si no pudiera pagarme una cena en un tres estrellas Michelin al llegar. También tomé vino, pedí descorchar un burdeos del siglo pasado. Me di la biaba. La aeromoza atendía con gran simpatía, así que cuando ofreció un armagnac fue imposible de rechazar. Me invadió el antojo; sabes que soy un gran aficionado a los puros, pero, dado los cuidados que tengo que tener con mi cuerpo, solo los consumo en ocasiones especiales, y el maridaje perfecto con ese brandy lo era.
Antes de subir, mi amigo había pasado por una tienda de productos libres de impuestos. Yo fui directo a la sala VIP para embarcar. Tuvo el buen tino de comprarme un estuche que preserva la humedad conteniendo un puro de la mejor marca. Palpitaba en el bolsillo interior de mi americana.
¡Pensar que no hace tanto uno fumaba donde se le diera la gana! Mi anhelo se volvió capricho, así que le pregunté a la azafata si no había manera de que pudiera fumar ahí, en el avión, en el medio del Atlántico.
La chica sonrió encantadora —no tuvo ni que consultarlo con el capitán— y me dijo con astucia:
— Si usted consigue que todo el pasaje le de permiso, entonces puede hacerlo — y se retiró orgullosa de su respuesta.
En mi clase, nadie necesitó que le haga la solicitud, todos habían escuchado mi súplica y maliciosos asentían con sus cabezas mientras los iba mirando; salvo por el grandote que dormía tapándose la cara con su sombrero Stetson de cowboy.
Estaba enervado por mi deseo pero me armé de paciencia. Salí de mi caverna exclusiva hacía los asientos ordinarios. Me costó autógrafos, apretones de manos y otros toqueteos molestos. Pero a medida que los primeros me fueron dando su permiso ya los demás no se pudieron negar. Recorrí un pasillo por todo lo largo y volví por el otro.
Llamé a la azafata y le informé, creo que fui algo petulante, que tenía el consentimiento del avión entero. Por toda respuesta abrió unos ojos muy grandes y negó con la cabeza, antes de alargar el mentón hacia donde dormía el lungo vaquero.
— Caraj... — logré guardar la compostura. Pero no iba a quedarme así.
Así que me paré, cuan estirado pude, al lado del gigantón. Su figura intimidante no fue óbice para que le sacudiera el brazo con brusquedad, hasta que se despertó con gesto osco. Le resumí la historia y esperé su respuesta, que vino después de unos segundos:
— Mire, Señor DeVito... — dijo con gravedad.
»No hay manera, que yo le permita— masticaba las palabras con lenta solemnidad — fumarse un puro en este avión... — estoy seguro que disfrutaba de la expresión que mi cara le ofrecía y me agarró del brazo con su manota — a menos que yo pueda fumarme uno también.
Metí la mano en mi bolsillo, saqué el habano, y se lo entregué a Arnold.


Evidencia de lo que consigue una celebridad😎 frente a un simple mortal
ResponderBorrarNo sé, yo no fumo
Borrar