Sin Fonía




Un papelito con mi nombre se deslizó al interior del sobre manila. Le habíamos pedido a la homenajeada –la Sra. Molina, en su último día– que sacara uno. Salió el mío. Dos mujeres, frente a mí, me dedicaron una mirada fulminante. Una no se aguantó y vomitó su sarcasmo, que salpicó a los presentes con su veneno:

– ¡Así que va Maru, en nuestra representación! – exclamó y agregó casi como un quejido– ¡Con esa facilidad de palabra suya…!

El Gerente General había recibido una invitación para participar de la celebración de los cien años de una empresa de punta. El lugar era la mejor sala de conciertos de la ciudad. El plato fuerte: un concierto de una de las bandas de rock más grosas, acompañada por una sinfónica. Pero no podía ir, o pensó que no le iba a gustar.

Pocos días después, el mismo día del concierto, recibí la invitación electrónica. El evento era una gala, y tenía que ir vestido acorde. Mi traje lo tenía mi hijo, prestado para un casamiento, así que, con poco tiempo para solucionar mi vestimenta, le pedí que me lo trajera. Me lo dejó y al abrir la funda, solo estaba el pantalón dentro. No tuve más remedio que improvisar. Me puse unos vaqueros negros y un saco gris símil gamuza, con una camisa celeste clara y mis zapatos de vestir.

Allá fui a hacer mi trabajo de representación, pensando que estaba bastante cool. Sin embargo, al encontrarme con todos esos trajeados, la confianza se me estrujó. Uno de ellos era el presidente de la República. Ninguna dama, con su vestido largo, me dedicaba alguna mirada, ni siquiera de desdén. El enorme hall de la sala de conciertos se transformó en un cóctel gigante, y me instalé en el borde del evento.

Una gran cantidad de mozas parecía haber sido contratada en una agencia de modelos. La música electrónica servía para el desfile sin pasarela. Prontas para portar sofisticados bocadillos, champán y unos tragos sin alcohol, tan coloridos como desabridos. De esos, elegí un mejunje de pomelo y romero y me aferré al vaso como a un salvavidas.

Dos mujeres, más elegantes que lindas, conversaban a mi lado. Pensé en mechar algún comentario casual, hasta ingenioso, pero la inspiración se trancó en mi boca seca. Las sardónicas palabras de Brujilda resonaron en mi soledad: “esa facilidad de palabra…”, y yo las amplificaba con mi mudez.

En contraste con las mozas que servían con gracia y altivez, otras chicas, no tan estilizadas ni engreídas, recogían los vasos. En mi vergüenza, me sentí identificado con ellas.

Y entonces, con mi pusilánime trago en la mano derecha, presencié un accidente.

Una de mis chicas iba pasando con una bandeja rebosante de copas vacías. Un ademán de un conversador histriónico rozó su brazo y todas las copas trastabillaron. Vi la cara de terror de la muchacha que intentó con una brazada desesperada evitar que cayera toda la cristalería. Casi lo logra. Una copa se escapó del abrazo y voló hacia el mármol brillante, donde terminaría sus días. Los ojos de la chica se abrían enormes, como queriendo suspender el tiempo y la caída.

No sé cómo, pero atiné a estirar mi brazo y cazar en el aire la copa suicida, con mi mano menos diestra. Luego, con elegancia, la deposité sobre la bandeja que todavía temblaba, pero ya sin peligro. La moza me sonrió aliviada, como quien agradece a un compañero de equipo.

Entonces advertí algo en las dos mujeres a mi lado. Ya no se miraban la una a la otra; su mirada se había vuelto hacia mí. Tomé la copa de champán que me ofreció una modelo y les hablé:

– ¡De qué desastre nos salvamos!

La risa de las mujeres fue un elíxir que me animó a seguir con una cháchara de ocasión. Ya no sonaban desagradables las palabras de la envidiosa, “esa facilidad de palabra” se había vuelto realidad. Mi outfit no era como el de todos. Yo era único.

Al rato, las invité a pasar a la sala para disfrutar del concierto. No había terminado mi copa. Ya alguien se encargaría de ella. El rock ya había entrado en mí. Ahora,  estoy listo para la sinfonía.





Comentarios

  1. Respuestas
    1. Mensaje encriptado, pero descifrado!

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    2. Un vrai plaisir de te lire depuis la France —
      et ce sauvetage de coupe digne d’un agent secret du champagne. Clin d’œil depuis l’autre côté de l’Atlantique

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