Casi ricos
Hubo un año, yo tendría 8 o 9, que nos quedamos sin auto. Nos quedamos solo con la Lambretta, era un tipo de moto al que hoy llaman scooter. Tal pérdida no nos amilanó y seguíamos saliendo a pasear los sábados y domingos. Mi hermanita y mi hermanito iban sentados entre mi padre -que conducía- y mi madre -que llevaba el canasto con la torta y la cocoa-; yo los seguía orgulloso en mi bicicleta hasta algún arroyo o cañada a pocos quilómetros de la ciudad. Después de una tarde de pelota, recorrida del monte, subidas de árboles, pedalear la vuelta se me hacía difícil, cuesta arriba, angustiante. Los últimos kilómetros, estiraba el brazo y me agarraba del hombro de mamá.
Por entonces, la comisión fomento del Hospital Escuela del Litoral, organizaba una rifa para obtener fondos para el nosocomio. El punto álgido de las ventas era la semana de la cerveza. Para mí esa semana era la de la "Búsqueda del tesoro", que era un programa radial diario que te iba dando pistas para ir recorriendo la ciudad, hasta que en cierta plaza, parque o playa se llegaba el destino donde se había escondido el "tesoro". Yo buscaba con esmero, pero nunca encontré el papelito del premio, a pesar de todo lo que lo deseaba. Si lo encontraba, capaz que podíamos volver a comprar el auto. Otros dos acontecimientos recuerdo de esa época: la carrera de mozos, que eran verdaderos mozos -yo alguno reconocía de la pizzería a la que íbamos- vestidos con su uniforme con moñita y zapatos negros acordonados -yo creía que terminaban con los pies ampollados, como me pasaba a mi al empezar cada año de escuela-, que se tenían que desplazar un trecho larguísimo con una bandeja con una cerveza y un vaso servido, el que llegaba antes sin derramar nada era el ganador; otro, unos gordos que tenían que tomar una jarra de cerveza en el menor tiempo posible: se atragantaban y se chorreaban el espumoso líquido por el gañote y la camisa, todos lejos del récord de menos de 2 segundos que había establecido un yanqui por aquel entonces.
El premio de la rifa era un auto cero kilómetro. Ese año compramos un número. El domingo por la noche, en que se cerraba el festival, se hizo el sorteo y se trasmitió por radio. Nosotros lo escuchamos en casa con poca expectativa, hasta que empezó y el número del millar era el cinco, igual que el de nosotros. Siete y siete la centena, nueve y nueve la decena. Se hizo un corte antes del número final, mi madre pegó un grito de desesperación, ya no aguantaba más el suspenso.
Anoche empecé a mirar Succession, la serie que hace un lustro que vengo ignorando. Hace unos días fue el episodio final y desde entonces me he esforzado para no sufrir un spoiler a mano de uno de los humanos de la gran mayoría que si la han visto.
Son todos, o casi todos unos grandes soretes. Al menos así los pintaron en la primera hora del largo camino que me queda. Algunos tienen pinceladas de bondad o de humanizante debilidad. Era el cumpleaños 80 de Logan, el patriarca viejo rancio, aunque tuvo un gesto amable al final. Por ahora el soretómetro registra como ganador al yerno, que trata de congraciarse comprándole un lujoso reloj Patek Philippe de regalo y se desespera por entregárselo con pompa al veterano. En el medio del escabroso almuerzo de festejo, dónde ya todos los hijos han mostrado la hilacha, el viejo dice que tienen que festejar con "el juego" cosa que todos saben que es, salvo un sobrino casi intruso que por ahora es el bueno de la película. Como sea, se montan en 4 helicópteros y despegan al unísono. Llegan a un campo donde se les ha preparado unas tiendas con sillones, comidas y bebidas, bordeando una cancha de béisbol. El famoso juego es ese, que los participantes juegan en los atuendos al que asistieron al almuerzo. Cuando el hijo más abiertamente ambicioso y conflictuado va a batear, lo interrumpe una llamada por un negocio que lo ha mantenido en vilo y ha sido unos de los puntos de partida de la historia (otro es Logan que mea contra una pared porque no encuentra el baño al despertarse en su nueva casa). Otro heredero, el que va lanzar la pelota, no puede esperar el fin de la llamada, así que le pregunta al hijo del casero de 8 o 9 años, que está mirando el partido, si se anima a batear. El chiquilín asiente y entonces quien lo invitó a participar lo hostiga diciéndole que si hace un jonrón (batea, sale corriendo y da toda la vuelta antes que la pelota llegue al punto de partida) se ganará un millón de dólares, y ante la perplejidad del niño saca su libreta de cheques y escribe el numerito con 6 ceros. Ese pibe soy yo, esperando que se sortee el último número de la rifa. Le erro a la pelota al principio pero en el segundo intento le doy, salgo corriendo, primera base, segunda base, mis contrincantes son bastante torpes con su ropa de festejo y sus zapatos negros de cordones. Me falta un metro para el millón, y entonces el más sorete, el del reloj, impide que lo logre. El bobeta del cheque me lo rompe en la cara. El viejo se acerca y me felicita por mi esfuerzo. En la escena final vemos que el pingorotudo reloj está arriba de una mesa en la casa de los caseros, su valor es mucho mayor al de un auto, aunque talvez recién lo use el chico para su primer trabajo.
Yo sabía que el gurí no se iba a ganar la plata. Porque después del intervalo volvió el relator y el número que salió era el cuatro, y nosotros teníamos el cinco.
La suerte sólo favorece a la mente preparada , enunció L. Pasteur
ResponderBorrarEl secreto está en hacerlo jugar a nuestro favor.
De acuerdo. Lástima que no supo qué hacer con la mala suerte
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