Los Inmortales
No podía creer la noticia . No le interesó que hubiesen 22 millones de dólares en juego, ni que fuera la mayor producción de la historia en Sudamérica; solamente reparó en el adjetivo inglés —que quería decir "montañés" pero que ponían como "inmortal"—, que venía seguido por un dos en notación romana. Emmanuelle era una adolescente enamorada de un actor treintañero que iba a venir a Buenos Aires a rodar la secuela de Highlander.
Pronto, sus compañeras del colegio Franco-Argentino, enclavado en el corazón del coqueto barrio de Belgrano, estaban hartas de escuchar sus planes para conocer al galán. Más de un compañero había escuchado sus suspiros y por ello se reían en una mezcla de burla y celos.
No hacía un lustro que había llegado al país. Su padre era un ingeniero de una empresa francesa y su madre y ella lo seguían por su derrotero. Luego de Argelia, Senegal e Irán, aún no sabía que habían recalado definitivamente. Sabiendo que compartía nacionalidad con Christopher, decidió escribirle una carta en su lengua natal. En ella expresaba su admiración por su Tarzán de Greystoke y despuntaba sus condiciones de futura escritora con una prosa desenfadada y divertida. Con descaro anotó su teléfono después de la firma. Insistió en dejar la carta en el mostrador, aunque el recepcionista le aseguró que ningún pasajero Lambert se hospedaba en el fastuoso hotel.
Con fastidio escuchó el "Bonsoir" cuando atendió la llamada, reconoció que esa broma la hacía un buen estudiante, con una pronunciación perfecta. Pero el bromista mencionó cosas que había escrito en la carta, no podía ser, ¡era su ídolo el que la llamaba! Le dijo que su carta era encantadora y la quería invitar a visitar el set de grabación, una ciudad futurista que se había montado en lo que varios años después sería el sofisticado Puerto Madero, pero que por entonces era una zona abandonada de la ciudad.
Le encantaba el cine y tenía intenciones de dedicarse al séptimo arte. No podía creer que a los 17 años tuviera la oportunidad de ver ese mundo por dentro y conocer a una verdadera estrella.
Luego de rodar varias escenas, hubo un descanso y el anfitrión la invitó a su camerino. Ella vivía su propia película y lo acompañó. Antes de entrar se cruzaron con Sean Connery -caracterizado como Juan Sánchez Villa-Lobos Ramírez-, que la saludó tomándose el ala del sombrero y le dirigió una mirada reprobatoria a su colega.
Ni bien entraron, él se mandó un par de shots de whisky y aparentemente algo más en el toilette. Sin más preámbulos la besó. Sonó el teléfono y tuvo una larga conversación en inglés. Era su esposa, la actriz Diane Lane, que estaba en ese momento rodando en Canadá. Se retomó el rodaje. Le mencionó que le gustaría volver a verla y le entregó un pase, que le permitía el acceso al plató y a todos los eventos de la producción, incluyendo una gran fiesta en un barco la noche siguiente.
Nunca se pudo acercar a Christopher en el barco. Estaba siempre rodeado de curiosos, fotógrafos o admiradoras. Se dedicó a tomar champagne, sola, escuchando la música bailable. Estaba apoyada a la baranda cuando se le acercó un espigado caballero. Le pareció reconocerlo, más el nombre que él pronunció con tanto orgullo, no le sonó conocido. Conversaron un poco y ella aceptó la invitación a bailar.
Al final de la fiesta su acompañante le mencionó que Coppola estaba en la ciudad y que estaba invitado al cumpleaños de su flamante novia, que lo acompañaba en la visita. Ella ahogó un gritito cuándo él la invitó al ágape.
Chris se había transformado en una desilusión, cuando llegó a su casa arrancó todos los tarzanes y highlanders que forraban su habitación. Pero no estaba triste: ahora tenía la oportunidad de conocer al gran director de Apocalypse Now, The Godfather, The Cotton Club...¡increíble!
Esa noche, un restaurante de San Isidro estaba destinado en exclusiva al festejo del cumpleaños de Véronique. La farándula vernácula poco le interesaba; sin embargo, le pareció reconocer a quién llevaba la voz cantante, un joven más bien bajo, aunque robusto, de pelo enrulado y muy dicharachero; del cual no logró recordar su nombre ni de dónde lo conocía. De las pocas mujeres, una voluptuosa rubia que estaba con alguien que llamaban "Conejo", también le pareció familiar.
Por los ventanales se vio llegar un deportivo rojo. Las puertas se abrieron como alas y bajaron una hermosa y elegante morocha y el sonriente conductor, que llevaba un largo tapado blanco de piel —extravagancias de genio, —pensó—. Asumió que se había quitado la barba para parecer más joven, dada la diferencia de edad con la muchacha.
—Joyeux anniversaire, —la agasajada le dedicó una gran sonrisa por esa muestra de empatía— De él solo obtuvo un “Enchanté”. La cumpleañera parecía estar encantada de encontrar una francófona en la reunión y no se le despegó en el resto de la velada, aunque no hablaron más que banalités. El Director mantenía conversaciones, apartado, con varios de los hombres. A poco, frustrada y profundamente aburrida, le comunicó a Hugo Orlando —así se llamaba su acompañante aunque todos le decían "Loco"—, que estaba muy cansada y que se tomaría un taxi.
Al día siguiente, un peculiar titular le llamó la atención: "Diego agasaja a la novia de Guillermo". El cronista daba por sentado que los lectores sabrían de quiénes estaba hablando. Posiblemente, era la única persona en el planeta que no sabía que uno era acaso el mejor futbolista de la historia y el otro su inefable manager. Al leer la noticia se fue dando cuenta del embrollo en que se había metido y de los personajes con los que había estado la noche anterior, todos famosos si, pero lejos del interés con el que fue a la cena. Lo surrealista de la situación la divirtió muchísimo y superó a la pena por no haber podido hablar con Francis Ford.
Una jóven con suerte.
ResponderBorrarQue salió ilesa
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